“Una obra que explora de manera brillante el deseo de libertad y la sutil distinción entre poder y sometimiento. El mejor libro de no ficción que leerás este año, pero no se lo digas a tu jefe.” The Globe and Mail
David Graeber llamó “Bullshit Jobs” (Trabajos de
Mierda) a los muchos trabajos inútiles que, según su propia investigación, existen, y consignó su esencia perniciosa en un extenso trabajo póstumo del
mismo nombre. “A todo aquel que preferiría estar haciendo algo útil”, dedica el
también activista social Graeber, su trabajo.
No son propiamente “inútiles” desde ciertos
puntos de vista, por eso creo que su designación como Bullshit Jobs sería lo
más cercano al sentido que el antropólogo norteamericano les confiere. Hace una
distinción clara entre un trabajo “basura” y uno de “mierda” al separar al
trabajo falto de sentido con el mal pagado y muy poco valorado; trabajos imprescindibles
como la recolección de basura y otros que aportan gran servicio a la comunidad,
no son, por ello, “bullshit jobs”.
Su libro partió de una pregunta hecha por
Graeber: ¿Su trabajo tiene algún sentido para la sociedad?
Hay millones de personas: consultores de recursos
humanos, coordinadores de comunicación, investigadores de telemarketing,
abogados corporativos, etc., cuyos trabajos no aportan nada y, lo peor, sobre
todo para ellos, lo saben y, no obstante, están atrapadas en tales trabajos de
mierda.
Resulta novedoso el planteamiento de Graeber, aunque ya Keynes
y Marcuse lo adelantaron. Muchas de las tareas que se realizan en una economía
de “esclavos asalariados” son una forma de empleo tan carente de sentido, tan
innecesaria o perniciosa, que ni el propio trabajador puede justificar su
existencia, pero se obliga a fingir que no es así porque admitirlo sería más
devastador. Además, necesita el dinero. Los beneficios de la
productividad de la automatización no han conducido a una semana laboral de 15
horas, como predijo el economista John M Keynes en 1930; por su
parte, en 1967 el sociólogo Herbert
Marcuse dijo en una conferencia en la Universidad Libre de
Berlín titulada El final de la utopía, que había llegado el
momento en el que era posible crear una sociedad libre ya que “el desarrollo de
las fuerzas productivas, el imparable avance de la automatización”, permitían
por primera vez erradicar el hambre y la miseria del mundo y acabarían con el
trabajo alienado para dar paso a uno creativo y gozoso, a “una convergencia de
trabajo y juego (ocio)”. Por cierto, una parte de esto se ha hecho
realidad y sí ha habido una multiplicación de las ganancias, pero… para el 1%
de la población mundial. Entre otras cosas también, la no reducción de la jornada
laboral se debe a que el neoliberalismo trajo consigo el consumismo y así mucha
gente, clase media, sobre todo, opta por trabajar aún más con el fin de satisfacer
su deseo de consumo.
Estos trabajos “de mierda”, al carecer de propósito se tornan
psicológicamente destructivos cuando la autoestima se liga a lo que “se hace” para
ganarse la vida, cuando la persona se define precisamente por su trabajo.
Graeber hace una clasificación de esos trabajos que él
considera “de mierda”, y llama a algunos, por ejemplo, trabajos chapuza, los
cuales realizan determinados empleados para mantener en funcionamiento máquinas
viejas y ahorrarle a la empresa la compra de nueva maquinaria. La empresa “da”
trabajos mal pagados, y mantiene el status quo al que alude Orwell: “Una población
que está ocupada trabajando, aunque sea en tareas totalmente inútiles, no tiene
tiempo para hacer mucho más.”
Graber Clasifica de manera general estos trabajos que llama “de
mierda”, así:
1.
Lacayos (flunkies), aquellos que sirven para que sus superiores se
sientan importantes, por ejemplo, recepcionistas, auxiliares administrativos o
porteros.
2.
Esbirros (goons), aquellos que actúan para engañar a otros a
nombre de su empleador, por ejemplo, grupos de presión, lobistas, abogados
corporativos, especialistas en relaciones públicas o community managers.
3.
Parcheadores (duct tapers), aquellos que solucionan temporalmente
problemas que podrían arreglarse permanentemente, por ejemplo, los
programadores que reparan código inflado (Code bloat) o el personal de
recepción de las aerolíneas que calma a los pasajeros cuyas maletas no llegan.
4.
Los marca-casillas (box tickers), aquellos que crean la
apariencia de que se está haciendo algo útil cuando no es así, por ejemplo, los
administradores de encuestas, los periodistas de revistas internas, los
responsables de cumplimiento de las empresas o los gestores de servicios de
calidad.
5.
Capataces o supervisores (taskmasters), aquellos que gestionan -o
crean trabajo extra- a quienes no lo necesitan, por ejemplo, los mandos
intermedios o los profesionales de dirección.
La lista no se agota aquí, y se pueden combinar
ciertas actividades inútiles de ciertos trabajos, o incluso el para “quién” se
trabaja. Pero incluso hay trabajos que, si bien reportan utilidad en cierta o
gran medida, han sido burocratizados y desnaturalizados de su propósito
principal: Graeber menciona por ejemplo a académicos y maestros a quienes se
pide realicen informes y papeleo absurdo.
El trabajo no es un valor en sí mismo, el valor se da en la
medida que contribuye al mejoramiento de todos. Pero nadie parece cuestionarse
esta situación: asumen la necesidad de trabajar más y se piensa que sólo eso da
sentido y dignifica la vida. Por eso se ve con desprecio a los desempleados, a los
que hacen trabajos basura, a los pobres y a quienes reciben ayudas públicas. “Ganarás
el pan con el sudor de tu frente”, reza la condena bíblica, y sin embargo,
Aristóteles decía que el trabajo no hace mejores a las persona, al contrario,
las envilece pues resta tiempo a sus obligaciones sociales y políticas. El
trabajo viene, dice Graeber, a glorificarse como la esencia de la vida después
de la revolución industrial, se le adjudica un valor en sí mismo y es “el único
productor real de valor”. No obstante, hoy los capitales del mundo hacen creer
que ellos son, y no los trabajadores, los generadores de riqueza. El trabajo como
fin en sí mismo, valorarse con base en lo mucho que se trabaja, y sufrir por y
en el trabajo, para “merecer” vivir.
La parte fundamental de la obra de Graeber, a
mi parecer, es su sentido ético-político. Las jornadas de trabajo pueden y
deben ser reducidas, los trabajos inútiles contribuyen en gran medida al
desperdicio de recursos e incluso avivan el problema de la contaminación
ambiental. El ser humano está capacitado para realizar tareas creativas y tiene
derecho al ocio; mantener a todo mundo sumergido en trabajos inútiles y sin
tiempo para explayarse, ensanchar sus horizontes personales, es la trampa
social que los políticos, empresarios y gobiernos abusivos utilizan para sojuzgar
al pueblo e impedir su despertar.
Puritanismo:
dícese del miedo obsesivo a que alguien, en alguna parte, pueda ser feliz. H. L. MENCKEN
(citado por Graeber en su libro).
Transcribo aquí, un párrafo de la obra póstuma
de Graeber que encontré particularmente interesante; es una obra extensa y en
todo caso, su lectura completa es muy
recomendable.
Si
retomamos la distinción entre «valor» y «valores» ofrecida en el capítulo
anterior, lo podríamos explicar de la siguiente manera: si solo pretendes
llegar a tener mucho dinero, es posible que haya alguna forma de lograrlo; pero
si tu objetivo es alcanzar algún otro tipo de valor —ya sea la verdad
(periodismo, ámbito académico), la cultura (arte, editoriales), la justicia
(activismo, derechos humanos), la caridad, etc.— y que además te paguen bien
por ello, a menos que tengas un mínimo de riqueza familiar, contactos sociales
o capital cultural ya te puedes ir olvidando del tema. La «élite liberal», por
tanto, está formada por quienes han conseguido atrincherarse en puestos en los
que es posible que les paguen por hacer algo que desean hacer por razones
distintas del propio dinero. Se considera que están intentando, y en muchos
casos logrando, convertirse en la nueva nobleza de Estados Unidos —igual que
hace la aristocracia de Hollywood: monopolizan el derecho hereditario a todos
estos trabajos que permiten vivir bien y además sentir que uno está sirviendo a
algún objetivo elevado—, es decir, sentirse como nobles.
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